FAVOR CON FAVOR SE PAGA
A lo lejos un gallo afónico le indicó que
pronto amanecería. Hacía más de una hora
que estaba despierto y harto de dar vueltas en su cama Alberto se levantó.
Mientras se vestía contempló a su esposa Lidia que dormía plácidamente. Tenía rostro de niña y con sus cortos
dieciocho años había mostrado tener la madurez suficiente para sugerirle a Alberto
que también ella podría arrimar unos pesitos a la economía familiar. Economía familiar, pensó abrumado. Seis meses habían pasado y todavía no
alcanzaba a comprender cómo había llegado a tener esposa, un hijo a punto de
nacer y a hablar durante la cena sobre la economía familiar.
Tenia apenas veinte años y en un abrir y cerrar de ojos la vida le
había cambiado drásticamente. En un
primer momento cuando Lidia le habló del embarazo, Alberto pensó que
desentenderse de la cuestión era la mejor solución. Lo malo era que Lidia venía de una acérrima
familia religiosa y antes que Alberto pudiera pensar cómo desembarazarse del
asunto, se encontró parado frente al altar.
Fueron a vivir entonces a una pequeña vivienda que la madre de Lidia
tenían patio por medio con su casa. De
ese modo la vieja, una viuda gorda y amargada, tenía absoluto control sobre los
movimientos de la joven pareja; en especial sobre Alberto.
Pero esa mañana, tal vez la primera desde que se habían casado, su
malestar no estaba relacionado con su despreciable suegra. Esa mañana su preocupaciones estaban
centradas en el inesperado encuentro que había tenido la noche anterior con un
viejo compañero de escuela. Su nombre
era Pedro Noriega pero casi nadie lo llamaba por ese nombre. Todos lo conocían
como el Lechu, apodo que había adquirido por sus ojos saltones y su
predisposición a la noche. Hacía mucho que Alberto no veía al Lechu pero había
escuchado gran cantidad de rumores sobre su paradero. Muchos insistían que estaba guardado en Devoto
por un asesinato, mientras que otros repetían con vehemencia que el Lechu había
partido hacia nuevos y más ambiciosos horizontes. Alberto no sabía cual era la verdad, es más,
nunca le importó descubrirla.
La tarde anterior, poco antes que anocheciera, Alberto había salido
con el viejo auto de su suegra a hacer un mandado. De regreso a su casa se vio obligado a pasar
no muy lejos de una fábrica abandonada, donde se decía que los maleantes de la
zona se reunían. Era una noche fría y cerrada, por lo cual le llamó la atención
una sospechosa silueta que fumaba en una esquina bajo la tenue luz de una
lámpara. En cuanto Alberto advirtió de
quien se trataba intentó pasar sin ser visto y de no haber sido por un gato
negro que se cruzó en su camino lo hubiese conseguido.
– Albertito querido, - le gritó
el Lechu al escuchar la abrupta frenada.
Tiró el cigarrillo y en tres zancadas estaba junto al automóvil. - Tantos años sin verte viejo, - agregó al
abrir la puerta y sin esperar invitación se ubicó en el asiento del
acompañante.
– Lo mismo digo Lechu, -
retribuyó Alberto entre incómodo y sorprendido.
– Realmente es una suerte que te
haya encontrado, que frío hace, - siguió
diciendo. – Tengo que llegar a un lugar y estoy demorado.
– ¿Necesitas que te acerque? -
preguntó Alberto sin saber cómo eludir la pregunta.
– Ya que lo mencionás, voy hasta
acá nomás.
Auque no le causaba mucha gracia que lo vieran en compañía del
Lechu, Alberto no se atrevió a negarse.
En el más absoluto de los silencios puso en marcha el automóvil y dobló
en la segunda esquina tal como el Lechu le indicó.
Cada cuadra parecía tener un recuerdo de largas noches de parranda
con los amigos del barrio y Lechu los rememoraba con entusiasmo. Si bien Alberto no se fiaba de su viejo
camarada, los recuerdos y la nostalgia de aquellos años lograron
relajarlo. Cuanto hacía que no se
divertía como en aquellas épocas, pensó advirtiendo lo mucho que añoraba su
soltería. Casi sin darse cuenta, se encontró sonriendo y hasta intercambiando
comentarios con el Lechu.
Tal vez fue por ello que se sintió lo suficientemente cómodo como
para mencionarle su abrupto casamiento con Lidia y su futura paternidad. Luego
de una no tan prolongada pausa, Alberto le confesó lo terrible que la vida
conyugal había resultado gracias a la insufrible madre de Lidia. Las palabras brotaban ácidas y
descontroladas de su boca y en su voz comenzó a filtrarse todo el desprecio, el
odio y el deseo de revancha que esa mujer despertaba en él. Nunca antes lo
había advertido de ese modo, pero a esas alturas no tenía dudas que la vieja
era la culpable de toda su desgracia.
–
Ahí en el descampado me bajo, -
le dijo el Lechu interrumpiendo el descontrolado monólogo de Alberto. - Menuda
suegra te echaste viejo, - agregó con tono burlón al palmearle el hombro con complicidad.
–
Si, y cuando se entere que
perdí el laburo estoy frito, - agregó Alberto con rabia. – Me tiene harto, la
detesto.
Detuvo el auto donde Lechu le indicó y sumergido en sus propios
pensamientos aguardó que este descendiera.
–
Parece que si esa vieja no
existiera todos tus problemas se solucionarían, - comentó el Lechu casi
divertido. Alberto le dedicó una mueca
pero no sumó comentarios. – Gracias por traerme. Te debo una viejito.
–
No me debes nada Lechu.
– Favor con favor se paga, - agregó el Lechu con voz áspera y le guiñó un ojo cargado de
complicidad. – Ya sabrás de mí.
Las palabras del Lechu lo tomaron por
asalto y una alarma sonó en el punto más remoto de su mente. En cuanto la puerta del acompañante se cerró,
Alberto puso en marcha el auto y se alejó rápidamente de aquel siniestro
lugar. El corazón le latía
desaforadamente y no podía dejar de pensar que acababa de hacer un pacto con el
mismísimo diablo.
Los débiles rayos del sol de agosto empezaban a teñir el patio cuando
llegó a la cocina. No se molestó en encender la luz por miedo a que su suegra
apareciera para darle charla. Era demasiado temprano para escuchar esa voz
chillona y penetrante que siempre se las arreglaba para insinuarle lo inútil
que era. Sin siquiera fijarse si había
movimientos del otro lado del patio comenzó a preparar su mate.
Apagó el fuego antes que el agua hirviera y cebó el primer mate sin
dejar de pensar en el Lechu. Con cada
segundo que pasaba más se convencía que había hablado demasiado sobre su vida y
sus problemas. Lo perturbaba que el
Lechu le debiera un favor, porque sabía que era capaz de cualquier cosa. Por otra parte qué favor podría hacerle un
delincuente como el Lechu a él que llevaba una vida insignificante y
aburrida. Entonces la respuesta llegó al
encenderse una luz del otro lado del patio.
La idea que brotó en su mente en un primer momento lo aterró pero
lentamente ese terror fue reemplazado por una maliciosa sonrisa. Sí tan sólo el
Lechu...
Dejó la casa mucho antes que Lidia despertara. Durante las siguientes horas deambulo por el
barrio convenciéndose que ese era el único favor que Lechu podría hacerle. Pero
era demasiado arriesgado pues eso lo dejaba a él, Alberto Ramos, como cómplice
de asesinato, o tal vez no. Necesitaba serenarse y meditar fríamente sobre la
conversación que habían mantenido con el Lechu.
No recordaba haber mencionado que deseaba desembarazarse de su
suegra. No lo recordaba porque en ningún
momento había sugerido tal cosa. Por lo
cual, no había evidencia de nada en su contra. El destino había querido que se
encontrara con el Lechu para llevarlo hasta Ezeiza y que este lo escuchara
despotricar contra su suegra. Fue así
como el Lechu, convencido de deberle algo a Alberto tomó la decisión de matar a
la vieja. Eso había sido todo y él no
creía tener responsabilidad en el asunto.
Durante los siguientes días Alberto se sintió de excelente
humor. La vida volvía a ser la de
antes. Por la mañana despertaba
sonriente y hasta disfrutaba al compartir un par de mates con su suegra. En más de una ocasión, entre mate y
mate, se encontró fantaseando con el
modo en que Lechu la asesinaría. El hecho
lo entusiasmaba y le llenaba el cuerpo de ansiedad. Eran tantas las posibilidades que resultaba
difícil adivinar. Qué mas da pensaba restándole importancia al método, el
resultado es el mismo y eso era lo único que le importaba. Por las noches
dormía sin problemas y hasta llegó a soñar que una vez muerta la vieja, Lidia y
él vendían la casa grande y se marchaban de aquel barrio con los bolsillos
llenos de dinero. Antes de lo esperado, su nombre y su dignidad serían
vengados. Sólo era cuestión de aguardar a que el Lechu apareciera.
Todas las tardes salía a dar vueltas por la zona de la fábrica en
busca del Lechu. Pero no había ni
rastros de él y Alberto empezaba a impacientarse. Hasta que finalmente una noche al regresar a
su casa, divisó una figura fumando en la oscuridad. Sonrió sabiendo que se trataba del Lechu y no
pudo evitar pensar que el favor había sido pagado. Casi excitado por la sensación de victoria
estacionó el automóvil y se apuró a bajar.
-
Viniste, Lechu, - fue lo único
que alcanzó decir.
- Hola viejo, como te dije hace
una semana, favor con favor se paga, - le dijo el Lechu con tranquilidad. Hizo
una pausa y tiró su cigarrillo antes de continuar. - Un amigo que acaba de
abrir una remisería en Ezeiza necesita gente de confianza. Le hablé de vos y quiere que empieces a
trabajar mañana mismo.
-
Ah... ese es el favor, - repuso
Alberto sin poder contener la desilusión que se reflejó en su rostro.
- Claro hombre, ¿qué pensabas?...
que iba a matar a tu suegra, - respondió el Lechu divertido y dejó escapar una
sonora carcajada. – Las cosas que se te ocurren Albertito.
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