CUENTAME UN CUENTO QUE ME AYUDE A
DORMIR
El punzante dolor que nacía de su
pecho se tornaba cada vez más intenso.
Ángela respiró hondo y cerró sus ojos soportándolo con resignación. Ya pasaría, siempre era igual. Tardó unos segundos en recuperarse y supo que
no podía postergar la despedida.
En el cuarto contiguo sus hijos
discutían sobre el inminente traslado a Buenos Aires, empecinados en someterla
a esa cruenta operación. Es por tu bien mamá, le decían con vehemencia y se
enojaban ante su negativa recriminándole su falta de cooperación. Qué entendían ellos, pensó Ángela con cierta tristeza.
A sus ochenta años de edad, ningún médico, por más ilustrado que fuera, le
diría cómo y cuándo emprendería su viaje hacia el más allá. Que ilusos creen que encerrándome en una
impersonal habitación de esas frías y costosas clínicas privadas me ayudarían.
No entendían nada, era una pena que no se dieran cuenta que lo que ella
necesitaba era sentir el sol en sus mejillas, absorber el aroma silvestre que nutría
su alma; y el mar… siempre el mar.
Estaba resuelta; no se entregaría.
Con suma dificultad se puso de pie y sigilosamente se dirigió a la puerta de
salida. Se detuvo un segundo al escuchar
a sus hijos y nueras intercambiando opiniones acaloradamente. Sacudió su cabeza preguntándose porque les
costaba tanto comprender y dejó la casa.
Era una hermosa tarde de octubre.
El sol brillaba en lo alto y una brisa fresca y reparadora regaba los
alrededores de una fragancia salina y agreste.
Ángela sonrió sintiéndose mucho mejor.
Paso a paso, sin apuro, emprendió
el camino hacia el mar. Le tomó más de
la cuenta recorrer los trescientos metros que separaban su pequeña casa de los
acantilados. Al llegar a la cima se detuvo un segundo para descansar. Desde allí lo contempló emocionada, había
temido tanto no poder despedirse. Para
ella todo en él era misterio, inmensidad, lejanía. Lo entendía vencedor del tiempo y poseedor de
secretos milenarios que jamás revelaría.
Entre sus crestas intuía que cargaba con la inmortalidad de su esencia y
una soledad tan profunda que ni los sueños eternos de toda la humanidad
alcanzaba mitigar.
A su derecha se encontraba la
senda que conducía a la playa. Se acercó y tomándose de un improvisado
pasamano, fue descendiendo uno a uno los peldaños. Cuando por fin sus pies tocaron la arena, se
sentía exhausta. Con los últimos restos
de fuerza que le quedaban se acercó a las rocas que descansaban al pie del
acantilado. Por primera vez las lágrimas
asomaron en sus ojos. Como si él lo
intuyera, se presentó de traje verde azulado apenas ribeteado por finos hilos
plateados que titilaban intermitentemente, saludándola. Se mostraba sereno, apacible, envuelto en un
manto de melancolía que logró doblegar toda su bravura.
Ángela respiró lo más hondo que
pudo y se recostó contra la roca entregándose a su magnetismo. Agradeció en silencio que la brisa fresca
le acariciara el rostro y trató de retener en sus débiles pulmones todo su
perfume. Cerró sus ojos para no volver a
abrirlos. Estaba cansada, demasiado cansada.
Un murmullo rítmico y parejo se
apoderó de sus oídos trayéndole historias de corsarios y piratas; de doncellas
que le encomendaban su amor; de barcos fantasmas que vagaban en busca el
descanso eterno. Transportada, se sintió inmersa en los vaivenes del
tiempo. Entonces lo soñó de un blanco
resplandeciente y se vio caminando sobre su oleaje. Bajo sus pies un rugido embravecido le
absorbió hasta el último destello de temor.
Sus infinitos brazos la acunaron y ella se dejó llevar, se dejó
guiar. Su balsa transitaba serena. Sonrió complacida al ver que estaba pronta a
llegar a la otra orilla.
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