martes, 19 de enero de 2021

La camioneta se deslizó fuera de la autopista principal y tomó un camino secundario. Hacía más de una hora que viajaban. Por el espejo retrovisor, Andrés Puentes Jaume observó a su pequeña hija de cuatro años que jugaba con el muñeco de peluche que su tío Facundo le había regalado para su último cumpleaños.  La niña de castaña cabellera lacia y ojos almendra era un calco de su madre y la luz de sus ojos.  Su nombre era Mía, era una niña dulce y algo tímida que se desvivía por acaparar la atención de su padre. Andrés sonrió al toparse con la sonrisa de su hija que lo contemplaba con devoción; le guiñó un ojo.

—En la próxima esquina dobla a la derecha —indicó Lara, su esposa, que ubicada en el asiento del acompañante cotejaba su celular—.   A quinientos metros está la entrada.

—Perfecto —repuso Andrés volviendo su atención a la ruta—.  Creí que era mucho más cerca.  ¿Cómo estamos de tiempo?

—Estamos bien —respondió Lara y guardó el celular en su bolso antes de contemplar a su marido—. Debería estar todo listo, pero quería llegar unos minutos antes solo para cerciorarme. Me quedo más tranquila. Por lo pronto, me acaban de confirmar que el sacerdote acaba de llegar. 

—¿La comida y la bebida?

—Desde hace horas está allí.

—Excelente, entonces —sentenció Andrés y le dedicó una rápida mirada a Lara—. Como siempre será un éxito. Ya sabes lo que dicen —deslizó con orgullo—, “Si Lara Galantes está al frente es sinónimo de éxito”.  

—No estuve muy al frente en esta ocasión —murmuró no muy convencida.

—Claro que sí, mi amor, siempre estás al frente —le aseguró Andrés. Estiró su mano para acariciarle la mejilla—. Saldrá bien. 

Esa plácida mañana de octubre se dirigían al casamiento de Ernestina Metol y Máximo Urriza, con quienes Lara a través de los años había forjado amistad. El matrimonio Puentes Jaume estaba invitado al evento, pero más allá de eso, Lara Galantes había sido contratada para ocuparse de la organización integral de la boda.  

El lugar elegido para la ceremonia fue una pintoresca casa de campo en las inmediaciones de Pilar. La Soleada era el casco de un estancia que otrora fuera considerada la más distinguida de la región y que el tiempo convirtió en una requerida locación para eventos de jerarquía. Era un lugar reservado, que Lara cuidaba de ofrecer solo para aquellos eventos que podían cubrir los costos. Lo cierto era que, siendo Máximo el socio mayoritario de una de las más reconocidas agencias de publicidad de Buenos Aires con fuertes conexiones internacionales y que la fiesta convocaba a los más destacados personajes de la farándula local, como así también mediáticos modelos, actores y otras celebrities de menor rango, La Soleada era el lugar ideal. 

—¿Son muchos invitados? —preguntó Andrés al estacionar el vehículo junto a una camioneta de la compañía de Lara Galantes Eventos.

—Unos doscientos —respondió Lara al liberarse del cinturón de seguridad—. Eso es lo único que puedo decir. No nos ocupamos de la lista de invitados, de eso se encargó la agencia de Maxi. Pero habrá mucha gente conocida; eso es seguro.

Descendieron de la camioneta y Lara se tomó unos minutos para recomponerse.  Tenía calor y los movimientos bruscos la agotaban. En su estado, cada movimiento le demandaba un gran esfuerzo. Recuperándose aguardó a Andrés que se ocupara de bajar a Mía; no quería que la viera agitada. Ya repuesta lo miró con atención todavía subyugada por su atractivo. Seguía siendo el hombre más apuesto que había visto en su vida. Con el tiempo su cabello se había vuelto entrecano pero, con su cutis bronceado, sus ojos grises, apenas enmarcados por delicadas arrugas, resaltaban. Sonrió al verlo tomar en brazos a la pequeña Mía. Le robaba el aire verlo con la hija de ambos; se sentía la mujer más feliz del universo.

Conmovida se acarició al prominente vientre de casi siete meses y, como le venía sucediendo últimamente, se preguntó cómo sería lidiar con los dos varones que en poco tiempo completarían la familia. Ese hecho la tenía algo angustiada y subyugada. El embarazo causaba estragos en su estado anímico; generalmente se sentía al borde de sus emociones y, era tal el esfuerzo que hacía porque Andrés no lo notara, que le estaba consumiendo demasiada energía. Ser una futura madre de mellizos era algo para lo que no sabía si estaba preparada. No lograba visualizar cómo repartiría su tiempo entre más hijos y su trabajo, cuando ya se sentía agotada y todavía no habían nacido. Si por algo había aceptado este último trabajo era porque se trataba de Ernestina y Máximo.  Nada más.  Toda la situación la superaba.

—¿Estás bien? —preguntó Andrés al llegar a su lado. La notaba un poco apagada, tensa, y aunque creía saber qué era lo que le podía estar sucediendo, no quería invadirla. Lara asintió sin mucho convencimiento—. Prométeme que en cuanto te sientas cansada me avisas y nos vamos —insistió Andrés mirándola ahora con seriedad. No estaba de acuerdo con que se esforzara tanto en su estado. No la veía del todo bien—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, pero estoy bien, mi amor —le aseguró acompañando sus palabras con una sonrisa. Estiró su mano par acariciar la mejilla de su hija—. Porque no dejas los brazos de papi y entramos caminando, así todos podrán ver el hermoso vestido que tenés.

Mía asintió y estiró sus brazos para que su madre la tomara. 

Ingresaron a la residencia a través de un arco de rosas blancas que Lara había encargado especialmente para recibir a los invitados. Ernestina adoraba esas flores y le había parecido un lindo detalle.

Al llegar a la galería, los tres contemplaron los magníficos jardines de la imponente residencia preparados para la ocasión. Flotaba en el ambiente la música festiva que una banda ubicada sobre una tarima emitía. Frente a ellos se hallaba la fila de sillas que enfrentaban al improvisado altar donde se llevaría a cabo la ceremonia religiosa. Un poco más alejadas, sobre el costado derecho, dos amplias carpas recibirían a los invitados para el almuerzo y posterior baile.

Gran parte de los invitados había arribado y deambulaban entre los coloridos puestos que se distribuían por doquier, ofreciendo una amplia variedad de distracciones, bebidas y alimento.  Dos hombres en zancos con trajes circenses se acercaron a ellos para entregarle flores a Mía.   

—Esto es espectacular, Lara —dijo Andrés al ver el atractivo de los jardines—.  Te dije que no había nada de qué preocuparse. —Bajó la vista a su hija—. Mientras mami termina de trabajar, podemos ir a ver qué encontramos. ¿Qué te parece?

—¿Podemos ver el carrusel? —estalló Mía entusiasmada y tiró de la mano de su padre.

—Por supuesto —fue la respuesta de Andrés.

—Vayan tranquilos, me reuniré con ustedes en unos minutos —le aseguró Lara. Estiró su cuello para depositar un beso en los labios de su marido.

Era poco lo que Lara debía cotejar; poco de qué ocuparse. La encargada del equipo de trabajo responsable de ese evento se había ocupado de cada detalles. Todo estaba contemplado, no tenía nada que hacer allí. Desde la carpa, buscó a Andrés por el parque. Lo divisó riendo con Mía; la niña lo saludaba desde uno de los caballos del carrusel. La imagen le volvió a arrancar una sonrisa. Adoraba verlos juntos. Andrés se apreciaba tan genuinamente feliz que la conmovía. «Me pregunto si será igual cuando nazcan ustedes» pensó Lara, acariciando su panza. La realidad era que no creía que el vínculo entre padre e hija se fuera a alterar con la llegada de los nuevos integrantes y esa convicción la llevó a preguntarse qué otros espacios se generarían.  Les dio un momento más, y luego, decidió unirse a ellos.  

Estaba casi llegando cuando el sonido de unas campanas llamó su atención. Era el anuncio de que los novios se presentarían a la brevedad. Con armoniosa lentitud, los presentes se fueron congregando frente al altar a la espera de los novios.

Lara y Andrés se ubicaron en la segunda fila de sillas acompañados por sus amigos, los Estrada y los Torino.  De los seis, Carola Estrada era la más emocionada, tenía una relación muy estrecha con Ernestina y había sido testigo de la relación de esta con su ahora esposo. Estaba emocionada y no lo ocultaba.

Fue una ceremonia hermosa rodeada de emoción, vítores y aplausos. Entre los presentes, además de celebridades locales y extranjeras, se encontraban reconocidos empresarios, todos clientes de Máximo.

—¿Estás bien? —preguntó Andrés mientras se dirigían a la carpa principal tras los saludos a los novios.

—Si, deja de preguntarme siempre lo mismo —le aseguró ella con una sonrisa tranquilizadora. Se dejó abrazar por su esposo y lo contempló con cariño—. Solo me canso más rápido, pero estamos bien.  Los tres estamos bien. No te preocupes.

Detestaba sentir que, por ella, Andrés no disfrutaba del maravilloso evento. Detestaba aún más que su humor tambaleara y que su paciencia pendiera de un hilo. Aunque se estaba bien de ánimo, tenía que reconocer que sentirse inflada, deformada y fea no ayudaba mucho. Le pesaba aceptar que desentonaba junto a su apuesto marido. Ella era consciente de que Andrés atraía las miradas de las solteras y las casadas presentes en la boda, y ella no se sentía en condiciones de hacerles frente.

Respiró hondo y en silencio se concentró en su plato. Sus propios pensamientos la irritaban. De dónde venían todas esas estupideces cuando nunca antes las había considerado. Ella era un mujer de alta estima, a cuento de qué tantas inseguridades. De reojo, miró a Andrés conversaba con sus amigos sobre un partido de polo que había presenciado días atrás.

—Lara, ¿estás bien? —Esta vez fue Mariana San Martín, una de sus mejores amigas, quien preguntó al ubicarse a su lado.

—Sí, claro que estoy bien —le aseguró y aunque no miró a su esposo pudo sentir su mirada a través de la mesa—. No te preocupes. —Alzó la vista y miró a todos los presentes de la mesa—.  Estoy bien. No tienen nada de qué preocuparse. Cualquier malestar, prometo avisar.

—Te tomo la palabra —replicó Andrés tajante.

Nadie más sumó comentarios. Todos interpretaron por el tono empleado por Andrés su preocupación por el estado de su esposa.

Afortunadamente, durante el almuerzo logró relajarse y disfrutar de la fiesta. Todos alabaron la selección de platos y le dieron conversación. Era muy consciente de que sus amigas, Carola y Mariana, intentaron levantarle el ánimo, conocedoras de cuán irritable se ponía durante los embarazos, hecho que la avergonzaba.  

Al concluir el almuerzo, el clima circense se trasladó a la carpa. Hombres en altos zancos se acercaron a las mesas repartiendo flores y globos, divertidos y coloridos arlequines saltaban entre los presentes y un grupo de malabaristas y gimnastas entretenían a los invitados arengándolos a los invitados a trasladarse a los jardines donde se ofrecería un espectáculo. 

Nadie se negó y entre risas, aplausos y vítores los presentes se fueron sumando a la propuesta. Lara estaba cansada, de modo que cuando Mía se acercó a ellos – para buscar a su padre-, le indicó a su esposo que fuer con los demás, los observaría desde allí.

—No me preguntes si me siento bien —se adelantó ante la mirada de Andrés. Le dedicó una sonrisa—. Solo que estoy más cómoda aquí sentada. 

Andrés asintió y tras darle un tierno beso en la mejilla estiró la mano para que su hija la tomara. Se alejaron conversando y pronto se encontraron bailando junto a un arlequín que saltaba alrededor de Mía, provocando carcajadas en ella. 

El casamiento era todo un éxito. Todos los presentes lo comentaban y Andrés se sentía más que orgulloso de su esposa que parecía siempre por encima de los demás a la hora de organizar el evento que fuera. Su creatividad superaba ampliamente su capacidad organizativa.

—¿Andrés? ¿Eres tú?

Sin reconocer aquella voz, se volvió con una sonrisa que se fue tensando lentamente al encontrarse frente a Sabrina La Barca, que lo miraba sin disfrazar la emoción que le provocaba volverlo a ver.  Estaba bellísima, tuvo que reconocerlo, no había cambiado nada en los casi siete años que no la veía. Tragó, no quiso ni pensar lo que podría suceder si Lara lo viera conversando con ella. Casi como si se tratase de un escudo, Andrés bajó la vista a su hija que con curiosidad se aferraba a su pierna y estudiaba a la mujer que los había interrumpido.

—Sabrina —dijo y alzó a Mía por temor a que la modelo intentara abrazarlo—. ¿Cómo has estado? Tanto tiempo —agregó educadamente y, más allá de la incomodidad que el momento le producía, sonrió. 

—Muy bien. A ti se te ve espléndido. Por Dios, que niña más bella, —dijo Sabrina acercándose un paso a ellos. La modelo lo miró y recorrió el rostro con la mirada—. ¿Es tuya?

—Si, se llama Mía.  Es la princesa de la casa, —respondió volviendo su atención a su hija. Le sonrió—. ¿No, mi amor?

La niña asintió devolviéndole la sonrisa a su padre.  Rodeó su cuello con ambos bracitos y recostada contra el rostro de Andrés, estudiaba a la mujer con la que hablaba.

—No tengo dudas de que fuiste quien eligió el nombre de la niña —comentó Sabrina socarrona acompañando sus palabras con una sonrisa radiante. Carcajeó ante la mueca que se instaló en el rostro de él.

Andrés no logró contener la risa, un poco por nervios y otro poco por el comentario.  Con disimulo recorrió los alrededores y se relajó al no ver a su esposa.

—Es preciosa. Se parece mucho a la madre, —comentó Sabrina con soltura y ni una pizca de malevolencia—. No tiene nada tuyo. 

—Todos dicen lo mismo, —aseguró Andrés con una sonrisa hacia su hija—. Ya veremos el resto… 

—¿El resto? ¿Cuántos hijos tienes? —preguntó divertida. Nunca lo había imaginado rodeado de niños.

—Por ahora, solo Mía —respondió con orgullo y una ancha sonrisa de orgullo en sus labios—. Pero, Lara está embarazada de mellizos. Dos varones vienen en camino —agregó orgulloso.

Lo vio en el exacto momento en que sonreía a la modelo que reía divertida por el comentario que Andrés acababa de hacer. Un nudo se alojó en la boca de su estómago al verla acariciar la cabeza de Mía que, sin apartarse de su padre, miraba a Sabrina con cierta extrañeza. Petrificada continuó observando cómo Andrés conversaba despreocupadamente con Sabrina La Barca; parecía relajado, complacido con la charla. 

Lara tragó y estudió a la modelo de arriba abajo. La encontró tan hermosa como la primera vez que la vio y aunque prefirió no recordarlo, la noción de que en aquel entonces ella disfrutaba de la compañía de Andrés, la irritó más todavía; más de cuatro años habían estado juntos.  «Dios, está espléndida» pensó indignada y odió a su marido por seguir sonriendo, junto a ella.

Allí permaneció contemplando la escena, sintiéndose súbitamente miserable y horrenda. La mujer le sonreía a Andrés con calidez y algo más que ella no quería imaginar. Intentó tomar distancia y se le estrujó el corazón de solo verlos conversar y sonreírse. 

—¿Estás bien, Lara? —preguntó Carola con cautela.

Lara no respondió, de modo que Carola siguió la línea de visión de su amiga hasta dar con Andrés. Por un momento guardó silencio y observó la situación con cierto reparo.

—La está saludando, Lara —dijo sólo por decir algo

—Hace casi diez minutos que está hablando con ella como embobado.

—A mí no me parece embobado —replicó Carola con sinceridad—. A mí me parece que está siendo educado. Tu esposo es un caballero. 

Tampoco este comentario respondió. Los observaba sin poder quitar la mirada de ellos.  Angustiada, sintiéndose insignificante.  Siempre le sucedía cuando veía a la modelo retratada en alguna revista. Siempre que la contemplaba se comparaba con ella y en su mente no había una sola vez en la que no saliera perdiendo.

—Mirá la cintura que tiene —protestó Lara con amargura, pasando por alto el comentario de Carola—. Mirá las tetas que tiene. Es hermosa, Carola. Está igual a la última vez que la vi.

—Lara, por favor —exclamó Carola pasando uno de sus brazos por los hombros de su amiga—. Estás embarazada, no vas a pretender ser un fideo como esa mujer.

En ese momento, Andrés se despidió de Sabrina y al volverse se topó con la mirada fulminante de su esposa. Con cara de desentendido, caminó hacia ella y Carola. Mía le acariciaba el cuello y por momentos parecía que buscaba dormir un rato. 

Estaba a escasos metros de distancia cuando la mirada de Andrés cruzó con la Carola, quien le dio a entender, con un simple gesto, que a su amiga toda esa escena no le había caído en gracia. 

—Mía, vamos a buscar un helado, ¿te parece? —propuso Carola y sin esperar respuesta tomó a la niña de los brazos de Andrés—. Suerte, —susurró al pasar.

Lara le había dado la espalda y erguida se dirigió a un banco donde se sentó.  La siguió.  En silencio se ubicó a su lado y no hizo el más leve comentario sobre Sabrina.  De reojo, Andrés la observó. Estaba enojada, no, estaba furiosa y también detectó algo de ofuscación y amargura. Últimamente estaba muy sensible; extremadamente sensible. Con cautela estiró su cuello hasta que sus labios rozaron la oreja de Lara.

—Vos tenés algo que ella nunca tendrá —susurró para luego erguirse.

—¿Una enorme barriga que se tragó mi cintura? —repuso de muy mal modo.

Andrés sacudió su cabeza negativamente de modo displicente, paseando su mirada por los alrededores; suspiró. Con la cabeza ladeada volvió su atención a su esposa.

—Me tienes a mí, mi amor —respondió antes de depositar un tierno beso en su mejilla.

Lara lo miró sorprendida por el comentario y sonrió. Él siempre parecía tener la palabra adecuada para hacerla sentir bien. En ese momento la miraba con devoción y terminó sonriéndole con ese amor que brotaba de sus ojos grises.

—Eres engreído cuando quieres.

—Es la pura verdad —repuso él y esta vez se estiró para alcanzar sus labios—. Porque desde el instante en que te vi, no existió nadie más. Y estar contigo es lo que más disfruto de esta vida.

 A Lara se le llenaron los ojos de lágrimas que lo enternecieron.

—El embarazo me pone llorona y sensible —protestó, tratando de limpiarse el rostro.

—Ya lo sé —repuso él y se arrimó más a ella—. Ven aquí —agregó al tiempo que la abrazaba y la atraía contra él.

Así permanecieron largo rato contemplando a Mía, que luchaba con un helado y reía con las morisquetas de un arlequín.



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